Masacre en la torre Viasa: historias de siete vÍctimas y un sobreviviente
Vecinos y familiares denuncian ejecuciones extrajudiciales y afirman que los presuntos delincuentes que intentaron asesinar a un PNB para robarle su arma nunca entraron al
Los siete caídos durante el operativo perpetrado por las FAES el pasado 12 de noviembre, se unen a las 175 muertes cometidas por el mismo cuerpo policial entre enero y septiembre de este año
Seis de los siete muertos tenían antecedentes policiales. Testigos aseguran que esta fue la única razón para asesinarlos
En las escaleras de los dos primeros pisos de la torre Viasa, en la avenida Sur 25 de la parroquia Candelaria en Caracas, hay gotas de sangre seca. Su tono amarillento destaca sobre el granito pálido y se distingue de la capa ennegrecida y pegajosa de grasa y suciedad que cubre la mayor parte del suelo. Las marcas son el rastro del paso de los siete cadáveres que desde el piso 11 bajaron envueltos en sábanas, luego de que las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) tomaran el edificio en medio de un operativo que, este lunes, 12 de noviembre, se prolongó desde el mediodía hasta las 8:00 pm.
El movimiento de los uniformados, que acordonaron la zona durante toda la tarde, era en realidad la búsqueda de los presuntos culpables del intento de homicidio del oficial agregado de la PNB, José Antonio Canales Alemán, ocurrido un poco antes en la avenida Bolívar, a menos de 15 minutos caminando de la torre. Según ellos, allí estaban escondidos quienes le dispararon y robaron su arma de reglamento.
“Esos funcionarios lo que hicieron fue una masacre. Aquí no hubo ninguna clase de enfrentamiento”, dice un hombre de franela roja que roza los sesenta y que niega que los supuestos delincuentes se guarecieran en el edificio.
Es una afirmación con la que coinciden al menos una decena de los entrevistados, quienes reiteran que allí viven y fabrican los tostones, embolsados y sin etiquetas, que se pueden comprar a los buhoneros en las calles de la ciudad. El negocio beneficia a casi las 200 familias que habitan la estructura invadida y escasamente iluminada, que no tiene agua ni tuberías de gas.
Las víctimas de la masacre de la torre Viasa se unen a las 175 muertes de ciudadanos en manos de las FAES ocurridas entre enero y septiembre de 2018 en el Área Metropolitana de Caracas, estadísticas registradas por Monitor de Víctimas. El número representa 60 % de los casos de homicidio en los que están implicados los uniformados de la PNB, que son 287 en total. El año pasado, de mayo a diciembre, al menos 125 personas cayeron por las balas de las FAES.
“Tú, ven acá, vas pa’ arriba”
El hombre de franela roja se ofrece a mostrar cómo quedó su casa. Pasa entonces por el medio del pasillo de entrada, flanqueado por pequeños montículos de conchas de plátano verde. En el aire se percibe el olor del aceite recalentado que proviene de un caldero ubicado al fondo en una cocina improvisada, donde unos hombres fríen las finas láminas del fruto. A lo largo del camino hay mujeres sentadas en bancos, con cajas de madera rectangulares llenas de tostones que encajan entre sus piernas. Son ellas quienes los empacan de forma casi mecánica mientras miran a la visita que pasa.
Veinte horas antes, en ese mismo lugar, los hombres de la torre permanecían arrodillados. Cuentan los testigos que, con las manos enlazadas detrás de la nuca, los funcionarios de las FAES les lanzaban puntapiés y culatazos al tiempo que les preguntaban por los supuestos criminales que vivían allí. A todos los habían sacado de sus apartamentos y de sus quehaceres para el interrogatorio que, horas después, se convirtió en un proceso de selección.
“Ellos agarraban y miraban el teléfono y luego nos miraban a nosotros y decían: ‘tú, ven acá, vas pa’ arriba’”, relata uno de los sobrevivientes. Lo que veían en las pantallas de los smartphones eran presuntamente las fotos de quienes tenían antecedentes penales. Eso, según los hombres de la torre, bastaba para la condena a muerte.
“Todos esos muchachos trabajaban con los tostones”, dice el hombre de franela roja, quien antes de llegar a su casa hace una parada en uno de los apartamentos de la planta baja. “¿Que qué nos quitaron? Pues la comida, que era lo que había aquí. Nos robaron los alimentos, la leche”, comenta una mujer joven que carga a un niño en sus brazos, mientras otro pequeño juega entre sus muslos. Se apoya sobre la puerta, rota en el espacio del pomo, que lleva calcomanías de las propagandas electorales de Nicolás Maduro de este año. En una de las paredes hay una foto enmarcada de Hugo Chávez en flux y con la bandera venezolana a sus espaldas.
El hombre de franela roja continúa y cruza hacia otro pasillo sin ventanas convertido en tendedero de extremo a extremo. Finalmente, abre su puerta sin esfuerzo, porque la cerradura se la rompieron a mandarriazos. En medio de escaparates rotos y desvalijados, ropa regada en el suelo junto a juguetes y bolsos infantiles, se va en llanto. “Tanto sacrificio que hace mi hija. Nosotros estamos cuidando aquí porque ella está en Bogotá. Y mire cómo dejaron esto”, añade al sollozar.
Alrededor del hombre de rojo hay niños que se entristecen por su reacción. Una pequeña de dos clinejas mira absorta la pila de ropa, mientras los adultos de la habitación hablan de lo que sucedió. A la 1:00 pm, las FAES ingresaron a las instalaciones. Piso por piso, revisaron cada rincón mientras sometían a sus habitantes. A las mujeres las dejaron encerradas en sus apartamentos y a los hombres los agruparon para golpearlos. Dos horas después, sonaron al menos 10 disparos. Quienes estaban en los pisos 10 y 12 escucharon los gritos de sus vecinos pidiendo que no los mataran.
“Llegaron aquí como locos y me agarraron y me empujaron con mi bebé”, relata una habitante de los niveles superiores mientras amamanta a su hijo menor. Recuerda que vio cómo se llevaron a los ejecutados al piso 11 y asevera que les pusieron una camisa en la cabeza y les dieron tiros en la cabeza. “A mí me dejaron encerrada aquí. ¿Y si una bala loca me mata a uno de mis muchachitos?”, cuestiona.
La torre Viasa fue sede principal de la línea aérea venezolana del mismo nombre que privatizaron en 1991 y declararon en quiebra a finales de la década de los noventa. Se trata de un edificio de 14 niveles con fachada de concreto claro y ladrillos naranja. En los costados tiene ventanales con marcos oscuros de esquinas redondeadas que recuerdan la estética de los aviones.
Desde hace alrededor de 15 años, la edificación fue ocupada ilegalmente. “Aquí hasta metieron a familias del deslave de Vargas”, relata un hombre de mediana edad y camiseta de la Vinotinto que fue uno de los primeros habitantes de la torre. Aclara que no es un invasor. Asegura que el alcalde Mayor de entonces, Juan Barreto, concedió los permisos para que se alojaran allí temporalmente mientras el gobierno les conseguía casa. Afirma que durante los primeros años de la Misión Vivienda, querían trasladarlos a un urbanismo de los Valles de Tuy, pero al final nada se concretó.
“Nosotros somos los olvidados”, asevera el hombre de franela roja, otro de los habitantes más antiguos del edificio, poco antes de pedir que no le tomen ninguna foto. “Después vienen y me matan a mí”, dice para excusarse.
Minutos más tarde, le pasa el testigo a uno de los adolescentes que lo acompaña: un silente jovencito flaco, de camiseta naranja y sin mangas, que en adelante será el Virgilio que guíe hacia las alturas de la torre que el 12 de noviembre se convirtió en un infierno.
El camino que recorrieron las siete víctimas, escaleras arriba, es estrecho. En cada piso hay solo dos puertas, una en cada extremo, que se abren hacia locales amplios que hoy están divididos con paredes de cartón piedra para alojar, en cada cubículo, a una familia.
El chico de franela naranja sabe que en los niveles más altos sucedió lo peor. Mientras subía, pasó al lado de otro adolescente que leía en voz alta la noticia de la masacre en un periódico. “Todo es mentira, esto no fue un enfrentamiento”, arengaba una mujer frente al muchacho.
El olor del aceite quemado llega hasta las escaleras porque en los apartamentos también fríen, empacan y venden tostones. La fábrica no ha parado por el luto. Solo algunas de las puertas están abiertas de par en par. En varias, los vecinos salen al paso para contar lo que vieron.
“Los policías decían que los malandros estaban del piso 10 para arriba”, cuenta uno de los jóvenes que el día anterior estuvo de rodillas en el pasillo de la planta baja. A su apartamento llegaron los funcionarios de las FAES con amenazas y señalamientos. Les abrió la puerta para que no se la rompieran, pero no pudo evitar que reventaran la cerradura de uno de los cubículos que estaba solo. “Ahí le revolvieron todo a la vecina”, explica.
La masacre del piso 11 ocurrió en el apartamento de la izquierda, justo a donde entra el chico de naranja luego de tocar la puerta un par de veces. Un día después, sus habitantes habían limpiado casi toda la sangre que había cubierto el suelo de baldosas blancas tanto del salón como del baño. Sólo un manchón rebelde y amarillento quedaba en uno de los rincones.
Deivinson Antonio Fernández Maíz, un joven de 22 años que trabajaba como tostonero, terminó en el nivel donde ocurrió la masacre. A él, padre de tres niños, le preguntaron si tenía antecedentes penales y respondió que sí. Cuando quisieron saber por qué, Deivinson contestó que la misma PNB lo había sembrado con droga hace un año en la torre Viasa. De inmediato lo agarraron y lo subieron al piso 11. Este es, por cierto, el tercer allanamiento que ocurre en el lugar en menos de dos años.
A Maibert Jesús Roca Castro, de 20 años, también lo hicieron subir porque había estado detenido siete años atrás por un hurto. Él solamente acudía a la torre para trabajar con los tostones, pues en realidad vivía en Petare. Tenía cinco hijos, dijeron familiares.
Alexis Richard Losada tampoco vivía en la torre, pero su madre sí. Él iba hasta el sitio a visitarla y a laborar todos los días desde Santa Teresa del Tuy, donde residía. Estaba bajo presentación por robo y tenía dos niños. Uno de sus familiares aseguró que el disparo que lo mató fue en la cara.
Johan Alberto Mijares Isquiel, de 22 años, dejó huérfana a una niña de 4 años. Vivía en la torre desde hace tiempo junto a otros ocho miembros de su familia. Hace años estuvo detenido por hurto y aún se debía presentar en tribunales. Contó su padre que esta era la segunda vez que perdía un hijo por la violencia. Siete meses atrás, uno de sus muchachos, hermano de Johan, murió al quedar en la línea de fuego de un enfrentamiento de bandas en Petare.
Asley José Flores Rodríguez, de 41 años, estaba rallando tostones cerca de una de las calderas cuando las FAES entraron. Era padre de un adolescente y tenía su hogar desde hace 14 años en el edificio de la masacre. En una pieza de uno de los pisos altos dormía con su esposa. Todavía se estaba presentando ante tribunales por un delito cometido varios años atrás: porte y ocultamiento de armas, según versión policial.
Por esa misma razón tenía un antecedente penal Bladimir de Jesús González García, otro de los ejecutados. Sus familiares informaron que tenía dos hijos y que había nacido en Yaracuy, donde hace años estuvo detenido por tres días por porte ilícito de armas.
Jhoanni José Roca Gil era el único sin registro. Aunque estaba solicitado, en el Sistema Integrado de Información Policial (Sipol) no aparecía ni el motivo ni la dependencia que exigía que se presentara ante tribunales. El hombre de 37 años, padre de tres, fue la única víctima que no estaba vinculada a la fábrica de tostones, sino que se dedicaba a reparar teléfonos móviles. “Era sano y un líder cristiano”, dice un vecino que lo conocía.
El patrón de ejecuciones cometidas por las FAES ha sido denunciado con frecuencia por los familiares de las víctimas. Sus actuaciones son similares a las desarrolladas por las Operaciones de Liberación y Protección del Pueblo (OLP), que de acuerdo con una investigación publicada por Runrun.es, entre 2015 y 2017 fueron las responsables de las muertes de al menos 560 personas en todo el país.
Tales operativos comenzaban con la toma del barrio –en este caso, del inmueble– así como con la irrupción violenta dentro de las viviendas, en donde suelen romperse las cerraduras y puertas y hacerse allanamientos sin ningún tipo de orden judicial. Continúa con el maltrato a mujeres y niños y su posterior aislamiento, ya sea sacándolos de sus casas o encerrándolos en habitaciones. A los hombres, los agrupan, acorralan, arrodillan y ejecutan con disparos en el tórax. Después, los funcionarios simulan la escena del crimen al hacer tiros al aire o contra las paredes, para luego poner las armas en las manos de las víctimas. Al final, saquean las propiedades y se llevan desde comida hasta electrodomésticos. Todo esto pasó en la torre Viasa.
Solo unos pocos salen ilesos de estos procedimientos y el chico de franela naranja conoce a uno de ellos. “A mí me salvó, primero, que mi sobrino estaba conmigo, porque yo lo cuido mientras su mamá trabaja”, relata un tostonero sin franela que habita uno de los cubículos del piso 11. Gracias al niño, pudo zafarse momentáneamente de los uniformados. Al bajar, se refugió con un cuñado discapacitado en el estacionamiento. Pero hasta allá llegó las FAES a buscarlo.
“A mí me querían subir de una vez”, asegura el muchacho y luego suelta la frase que le repetía uno de los funcionarios: “Me están pidiendo un muerto y vas a ser tú”. Otro policía lo amenazaba con sembrarle “creepy”, conocida también como “súper marihuana”, si no le hablaba de las supuestas bandas que había dentro del edificio.
Ante la insistencia de los miembros de las FAES, el joven negoció su libertad con uno de sus bienes más preciados: una laptop. Fue así como volvió al piso 11 a buscarla y allí vio cómo las piezas estaban destruidas. Su computadora portátil había desaparecido y él había quedado sin posibilidad de cambiar su vida por un objeto de valor que hiciera desistir a los funcionarios de matarlo.
“A mí no me iban a bajar sano”, recuerda el tostonero. Su última opción fue, entonces, apelar por unos tenis que se había comprado el fin de semana por un valor cercano a los 100 dólares. “Los policías empezaron a negociarlos. A mí me salvaron esos zapatos”.